domingo, 12 de diciembre de 2010

una bacreria

UNA BACTERIA


Los bombardeos a Medio Oriente fueron finalmente efectivos, aunque como resultado de los mismos algunos pozos y muchos nativos ardieron durante demasiado tiempo para el gusto de los invasores. El derrocamiento de Chávez en Venezuela y el retiro de los palestinos, ya diezmados, mucho más allá de la Franja de Gaza, permitió la casi entera disponibilidad de las reservas de petróleo por parte de las naciones más industrializadas del planeta.
Afganistán, una vez muertas la mayor parte de sus mujeres, resolvió en favor de occidente un conflicto no planteado en términos bélicos. La imposibilidad de reproducirse allanó el camino para el avance de la OPEP, ya reestructurada a gusto de los Estados Unidos.
Se calculaba que la provisión de petróleo alcanzaría hasta promediar el siglo XXI, aunque los más pesimistas hablaban de sólo diez o veinte años, siempre y cuando el consumo no pasara de ciertos límites.
Sin embargo, nadie podía garantizar que las reglas fueran respetadas. Estados Unidos se negaba aún a cumplir con lo firmado en el acuerdo de Kioto y las naciones europeas lo secundaban en eso.
La recesión no había cedido gran cosa y el trabajo escaseaba cada vez más. El hambre, más eficiente que cualquier anticonceptivo, logró bajar en algunos millones la población mundial y los ejecutivos de las grandes empresas mostraban su optimismo por televisión.
El horizonte, por lo menos para unos pocos millones de personas, parecía despejado.
Probablemente fue por eso que la noticia tardó tanto en ocupar la primera página de los diarios. Comenzó con pequeñas notas dando cuenta de embotellamientos en las autopistas cada vez más frecuentes. La crónica aludía a desperfectos mecánicos en uno o más automóviles. Nada más y nada menos.
La alarma se disparó finalmente porque las dificultades en el tránsito no hacían más que aumentar y la cantidad de autos atascados en mitad del camino era mayor cada semana; se producían demoras descomunales y nadie parecía saber de qué modo solucionar el problema. Se habló de fallas en los repuestos, de falencias en el armado de los vehículos en países asiáticos, sin los controles técnicos adecuados y hasta de la actividad desestabilizadora de grupos terroristas internacionales o de seres extraterrestres, con más o menos el mismo número de adeptos para cada opción.
Los expertos teorizaron temerariamente por los medios de comunicación por no animarse a contar el resultado de las observaciones que los técnicos no hacían más que repetir en voz baja. Sus diálogos eran siempre los mismos, eternamente inmovilizados en la posibilidad lógica.
-No es posible que con la misma técnica de producción el combustible se comporte de manera errática. No depende de la marca de los automóviles ni del país al cual pertenezcan. Una de cada cuatro veces el motor recibe un combustible desnaturalizado, incapaz de explotar en los momentos adecuados. A decir verdad, parece hecho adrede pero, para tratarse de un atentado es demasiado generalizado, sin tener en cuenta que nadie se lo adjudicó. O sea que, si se trata de un grupo terrorista, es más poderoso de lo que nosotros podríamos enfrentar y, si así fuera, ya nos hubiera dado a conocer sus condiciones.
Sin embargo, durante las reiteradas entrevistas por televisión, cerraban filas con el mismo discurso.
-Estamos absolutamente convencidos de que se trata de un accidente y como tal debe ser analizado por la comunidad científica.
El argumento parecía contundente pero la realidad lo desmentía apelando sólo al número. Las pistas eran demasiadas y apuntaban en los sentidos más diversos.
Lo cierto era que el combustible cada vez servía menos como tal y a nadie se le ocurría el modo de subsanar el asunto. Las fábricas terminaron reduciendo su producción a la mitad, despidiendo sin piedad al personal sobrante y la inestabilidad del combustible pareció llegar para quedarse.


-Bacterias.
¿De qué estás hablando? No existen tales bacterias y vos lo sabés mejor que yo.
-Ya sé que no conocemos microorganismos capaces de metabolizar fósiles de esa antigüedad, pero no encuentro otro modo de explicar lo que está ocurriendo. Acercate y miralo vos, con tus propios ojos.
El más joven de los dos científicos se acercó con cierta renuencia al microscopio. No estaba muy seguro de poder interpretar lo que mostrara la lente y, sobre todo, temía no poder sostener una discusión con el adecuado nivel académico. Su jefe, pese a ser pocos años mayor, tenía un bien ganado prestigio en la comunidad científica y sus argumentos eran difíciles de contrastar.
-Mirá con suma atención, tené en cuenta que sólo se trata de una observación preliminar, pero estoy casi seguro de que no se trata de una sola bacteria sino de por lo menos dos. La segunda, y es probable que haya más, completa la tarea de la primera ¿Me entendés? Es una cadena metabólica llevada a cabo por diferentes microorganismos. Mirá y decime que ves.
El laboratorio era enorme y las ventanas dejaban entrar toda la luz del atardecer de otoño; sin embargo no era ese un detalle relevante para ellos, porque la iluminación que necesitaban provenía de una pequeña lámpara enfocada en el preparado en cuestión.
Claudio, el más joven, miró con cierta resignación, preparándose para la incertidumbre y lo que vio lo dejó boquiabierto. Las bacterias estaban ahí, casi podría decirse lozanas, en medio del petróleo y moviéndose con soltura por toda la muestra, como si nunca hubieran conocido manjar más delicioso.
¿Qué ves? –lo apuró Manuel, el jefe.
-Veo vida donde se supone no debe haberla. El experto sos vos; decime qué mierda es todo esto. El petróleo es la última escala de la degradación biológica, ahí termina todo y nadie puede avanzar más en ese sentido. Explicame qué carajo comen esos bichos y no me digas que petróleo porque no me lo creo.
-Bueno tenés razón, por lo menos en parte: no comen petróleo, no pueden. Por eso lo degradan antes y, como no puede encargarse una sola especie del asunto, se han asociado. No sé cómo pero lo logran y actúan con una rapidez inusitada. Degradar no sería el término adecuado. Creo más bien que lo vuelven a un estadio anterior, más comestible, por decirlo de alguna manera.
Manuel, tomando nuevamente su lugar en el microscopio, miró casi con ternura la escena a través de la lente.
Claudio volvió a la carga. -Pero, ¿desde cuándo pasa esto?
-No lo sé. Pedí muestras de los lugares más diversos y el resultado, desde un tiempo a esta parte, ha sido más o menos igual.
-¿Sólo de los pozos?
-No, también de las bocas de expendio de combustible. Al principio, estas últimas parecían haberse librado pero lentamente fueron mostrando la presencia de bacterias, levemente modificadas, pero indudablemente emparentadas con las que acabás de observar. Mutaron para aprovechar toda la cosecha, ¿me entendés?
-O sea que durante todo este tiempo en el cual estuvimos usando el combustible sin problemas fue el que ellas necesitaron para desarrollarse.
-Quizá, pero es difícil saberlo a ciencia cierta. No sé desde cuando pasa pero indudablemente es un fenómeno nuevo. No hace tanto que hicimos surgir nuevamente a la superficie esos fósiles tan perfectamente guardados bajo tierra. Es difícil aceptar que se trate de un fenómeno de mutación natural. Sin embargo, hemos interferido tanto sobre las leyes biológicas, en tan pocos años, que quizá la naturaleza apuró sus tiempos para adecuarse. La otra posibilidad, la que prefiere el Pentágono, tiene que ver con una conspiración terrorista. No sé. Me parece francamente disparatada.
-¿Te olvidaste de las torres?
-No, pero en ese caso, como en la mayoría de los ataques terroristas, la acción fue focalizada. Acá es tan dispersa, tan poco ponderable que termina señalando hacía ninguna parte. Como vos y yo sabemos, así es como actúa la naturaleza.
-En eso tenés razón, tendrían que haber sembrado las cepas en cientos de lugares diferentes en todo el mundo y si el petróleo se acaba antes de tiempo estamos jodidos todos.
No lograron avanzar mucho más aquella tarde y Claudio se marchó absorto aún con las imágenes del microscopio.
Manuel era brillante en su especialidad y el laboratorio era el lugar que más le gustaba. Se quedó solo, poniendo todo en orden, sin dejar de pensar en el asombroso fenómeno y se dispuso a revisar la gruesa carpeta con los informes de su investigación. Era un hombre prolijo por eso notó, disgustado, una mancha en la cubierta plástica. Se trataba una gota de aspecto pegajoso, aunque incolora; con cierto asco apoyó el dedo en lo que suponía moco y, para su asombro, no sólo no se adhirió a él sino que se desparramó por la cubierta y en su lugar quedó un agujero que permitía ver las letras del informe. La gruesa lámina que constituía la tapa mostraba los bordes del orificio adelgazados como si alguna substancia desconocida los estuviera diluyendo. Manuel, pálido, tuvo que hacer un esfuerzo para recordar quién era y se obligó a tomar una muestra del líquido que iba siendo absorbido por el papel del informe. Decidió esperar hasta el día siguiente porque sus dedos temblorosos no atinaban a encontrar la substancia adecuada para contrastar la muestra. No durmió mucho esa noche y, por la mañana, fue el primero en llegar.
La opinión del resto de los miembros del equipo, una vez examinado el preparado, fue unánime. Nadie sabía nombrar las bacterias que horadaban los plásticos pero coincidían en considerarlas primas hermanas de las que se estaban cargando el combustible.
Mientras la situación empeoraba afuera, dentro del laboratorio la actividad era frenética. Los científicos, y en eso coincidían con los de las más prestigiosas universidades del planeta, llegaron a conclusiones apocalípticas.
Indudablemente se trataba de cepas bacterianas diferentes. Es decir que, mientras un grupo cada vez más numeroso se encargaba del combustible, otro, menor pero no menos activo, emparentados por mutación con las originales, se expandía a pasos agigantados por todo el expectro de los alifáticos presentes en los plásticos.
Los teléfonos no paraban de sonar y sólo para confirmar las malas noticias. La autocesura instalada de antemano en Internet permitía sólo tangencialmente la propagación de las novedades.
Manuel, quién se había quedado nuevamente sólo en el laboratorio, sintió de pronto un cansancio que parecía provenir de más allá de sus huesos. Miró sin ver a su alrededor con la urgencia de marcharse de una vez. Se levantó y salió lentamente sin atinar siquiera a cerrar la puerta. No valía la pena, de todos modos también era de plástico. Bajó por las escaleras porque ya nunca volvería a confiar en un ascensor.
No había notado más signos de deterioro, sin embargo, sentía que todo se derrumbaba a su alrededor. No pudo reprimir un gesto de aprensión, temiendo que las gruesas lentes que le permitían ver el mundo se fundieran como la tapa de su informe. Ni siquiera recordaba si eran “orgánicas” o de vidrio y tan ensimismado caminaba, sosteniendo el armazón con una mano, que ni siquiera encendió la luz de la escalera que lo llevaba a la cochera
En el garaje, la única luz provenía de la puerta que daba al exterior, abierta de par en par. Una figura vacilante estaba parada justo en el medio, donde iluminaba el sol.
Manuel no podía pensar; sólo miraba, aferrando junto a su pecho el informe que no recordaba haber tomado. No sabía quién entraba pero necesitaba hablar con alguien, quería compartir su desesperación porque ya no esperaba solución alguna.
-Escuche, tengo un informe completo acerca de lo que está ocurriendo y necesito que me ayude a pensar o, por lo menos a saber qué hacemos para alertar a la comunidad.
Mientras hablaba sin parar de caminar reconoció a su ayudante, quien avanzaba absorto, con el saco en la mano, entrando por el lugar equivocado de la cochera.
-Dejé el auto en el acceso de la autopista. En veinte minutos no avancé ni un centímetro.Ya nada se mueve por ahí.
-Entiendo. –La resignación había reemplazado la urgencia y la voz de Manuel sonó un poco más baja.- Supongo que lo mejor sería caminar hacía el lado contrario, buscando el campo. Las ciudades, por largo tiempo, van a resultar inhabitables. No creo que valga la pena elevar un informe con la conclusión de nuestras investigaciones, los posibles interesados deben estar corriendo como las ratas en medio de un incendio.
Dejó la carpeta sobre la tapa del motor del auto más cercano y se reunió con su ayudante quién, sin atinar a responderle continuaba en la puerta, con la cara descompuesta y atónita, mirando sin ver su último atardecer en la ciudad.
FIN

editorial noviembreEDITORIAL NOVIEMBRE/2010

ESE HOMBRE

No dábamos ni “cinco” por él. La mayor parte de quienes lo votamos, lo hicimos para que no ganara menem de nuevo. Igual ganó pero, por esas cosas de la hitoria, el innombrable se bajó y nos encontramos con un presidente casi desconocido que aseguraba, cuando no, que no iba a dejar las convicciones en cuanto asumiera el poder.
Lo dejamos hacer con escepticismo. Ese hombre nos resultaba extraño. Sus dificultades con el lenguaje, sus ojos difíciles y, por qué no, sus maneras reñidas con el protocolo nos ponía en guardia.
Que quiere que le diga, no parecía un presidente.
Cuando nos dimos cuenta que de verdad estaba gobernando, éste país, nuestro país, era otro.
No vale la pena contar lo que ya sabemos que hizo, lo esencial es que puso de manifiesto, tocando todos los botones como niño con juguete nuevo, la posibilidad de la voluntad política.
Nos recordó lo que el terror y el neoliberalismo nos habían desdibujado: el poder se ejerce desde la voluntad o se delega en el enemigo.
Nestor Kirchner decidió plantarse frente a los poderes fácticos y conmover así las raíces de nuestros temores más viejos. Resulta ocioso preguntarse por qué lo hizo. Quizá porque tuviera menos aliados que votos y tratara de ganarse a la población o, a lo mejor, porque de veras creyera en los principios que enumeraba. Lo cierto es que nos cambió y su muerte nos conmueve.
Ahora, apoyemos o no el proyecto del gobierno, sabemos que es posible ser como nación si los habitantes se conmueven, construyen y participan. Nada cambia sino sentimos que el destino nos pertenece y vamos por él.

sábado, 31 de octubre de 2009

miércoles, 18 de febrero de 2009

Un día en la ciudad

Un Día en la Ciudad

Matías se levantó relativamente contento, lo que solía ocurrirle habitualmente.
Duchado y afeitado, se puso el saco silbando por lo bajo.
Pensando en el boleto del colectivo comenzó a buscar monedas en sus bolsillos. Escarbando hasta en las camperas logró reunir los dos pesos con cincuenta imprescindibles para llegar a su trabajo.
Mientras se dirigía a la parada del colectivo, se dio cuenta de que no tenía cigarrillos y se detuvo en el quisco más próximo. Pidió su marca favorita con cinco pesos en la mano pero la dueña del negocio, gorda y malhumorada -evidentemente había estado viendo el noticiero- le anunció de entrada: -cigarrillos sólo con cambio-
-Pero si casi no hay vuelto-, se defendió Matías, resuelto a no perder su buen humor
-Sin monedas no hay cigarrillos, no insista- La señora se volvió dando por terminada la conversación.
Matías guardó la plata en el bolsillo y salió cabizbajo del pequeño negocio. Ya no silbaba.
Subió al colectivo, lleno a esa hora y fue poniendo de una en una las monedas: una de 0,25 y el resto de 0,10 centavos; una pasó de largo y rodó entre los pies de los pasajeros. Sonamos, pensó Matías, ahora tengo que pedir 0,10 centavos a mis compañeros de laburo. Hurgó en sus bolsillos y sacó una de las monedas reservadas para la vuelta.
Cuando se acercaban a la parte céntrica de la ciudad una manifestación de unas cincuenta personas les cerró el paso. El colectivero, con una peligrosa maniobra y a una velocidad imprudente, dobló una cuadra antes del atascamiento. Los pasajeros no protestaron porque querían llegar de una vez pero no les fue mejor con la calle alternativa. La calzada había quedado reducida a menos de la mitad por “bacheo y pavimentación” como rezaba el cartel que Matías tuvo sobrado tiempo de releer mientras aguardaba que el colectivo, a paso de tortuga, sorteara el embudo generado por las obras.
Llegó tarde a trabajar y sabía que sus explicaciones no sonaron muy convincentes aunque fueran ciertas.
El resto del día le resultó interminable y tuvo uno que otro encontronazo con su superior inmediato.
A las seis en punto salió de su trabajo y, como para sazonar su malhumor, llovía.
-Por ahí una me sale bien en el día de hoy, se dijo cuando vio su colectivo parado en un semáforo. Golpeó la puerta cerrada, primero con moderación pero luego, al notar la mirada desdeñosa del chofer, la emprendió a golpes de puño y patadas contra la carrocería del vehículo. Con las manos lastimadas y lágrimas de frustración corriéndole por la cara, subió a la vereda cuando la luz cambió, justo a tiempo como para no ser embestido por el tránsito en estampida. Ahí se dio cuenta de que se había olvidado de pedir a sus compañeros los $0,10 centavos que le faltaban. relativamente contento, lo que solía ocurrirle habitualmente.
Duchado y afeitado, se puso el saco silbando por lo bajo.
Pensando en el boleto del colectivo comenzó a buscar monedas en sus bolsillos. Escarbando hasta en las camperas logró reunir los dos pesos con cincuenta imprescindibles para llegar a su trabajo.
Mientras se dirigía a la parada del colectivo, se dio cuenta de que no tenía cigarrillos y se detuvo en el quisco más próximo. Pidió su marca favorita con cinco pesos en la mano pero la dueña del negocio, gorda y malhumorada -evidentemente había estado viendo el noticiero- le anunció de entrada: -cigarrillos sólo con cambio-
-Pero si casi no hay vuelto-, se defendió Matías, resuelto a no perder su buen humor
-Sin monedas no hay cigarrillos, no insista- La señora se volvió dando por terminada la conversación.
Matías guardó la plata en el bolsillo y salió cabizbajo del pequeño negocio. Ya no silbaba.
Subió al colectivo, lleno a esa hora y fue poniendo de una en una las monedas: una de 0,25 y el resto de 0,10 centavos; una pasó de largo y rodó entre los pies de los pasajeros. Sonamos, pensó Matías, ahora tengo que pedir 0,10 centavos a mis compañeros de laburo. Hurgó en sus bolsillos y sacó una de las monedas reservadas para la vuelta.
Cuando se acercaban a la parte céntrica de la ciudad una manifestación de unas cincuenta personas les cerró el paso. El colectivero, con una peligrosa maniobra y a una velocidad imprudente, dobló una cuadra antes del atascamiento. Los pasajeros no protestaron porque querían llegar de una vez pero no les fue mejor con la calle alternativa. La calzada había quedado reducida a menos de la mitad por “bacheo y pavimentación” como rezaba el cartel que Matías tuvo sobrado tiempo de releer mientras aguardaba que el colectivo, a paso de tortuga, sorteara el embudo generado por las obras.
Llegó tarde a trabajar y sabía que sus explicaciones no sonaron muy convincentes aunque fueran ciertas.
El resto del día le resultó interminable y tuvo uno que otro encontronazo con su superior inmediato.
A las seis en punto salió de su trabajo y, como para sazonar su malhumor, llovía.
-Por ahí una me sale bien en el día de hoy, se dijo cuando vio su colectivo parado en un semáforo. Golpeó la puerta cerrada, primero con moderación pero luego, al notar la mirada desdeñosa del chofer, la emprendió a golpes de puño y patadas contra la carrocería del vehículo. Con las manos lastimadas y lágrimas de frustración corriéndole por la cara, subió a la vereda cuando la luz cambió, justo a tiempo como para no ser embestido por el tránsito en estampida. Ahí se dio cuenta de que se había olvidado de pedir a sus compañeros los $0,10 centavos que le faltaban.

lunes, 26 de enero de 2009

Cacería Nocturna

Cacería Nocturna

Como no podía ser de otra manera, a la cabeza, iba el “picapollo”. Se trataba del mejor cazador de la zona y lo sabía.
Bajó de su ruinosa camioneta con la escopeta al hombro y, prácticamente sin mirar a nadie, comenzó a caminar hacía el campo esperando que lo siguiéramos. Nosotros, desde el auto de la tía Mary, dudamos un momento pero antes de que se nos perdiera de vista nos incorporamos a la marcha.
No se de quién fue la idea de salir a cazar esa noche pero de un modo u otro, todos participamos con entusiasmo.
Aquél verano fue uno de los últimos que pasamos casi todos en la casa de la abuela. Los menores ya estábamos entrando en la adolescencia y la diáspora se avecinaba.
Se que comí vizcacha unas cuantas veces antes de que la pena por el bicho me impidiera disfrutarlo pero sólo recuerdo una, en casa de la tía Ada, en la cual el pobre animal había quedado tan sepultado en hierbas aromáticas que en realidad sabía más a vegetal que a otra cosa; así es que cuando se planteó la idea de salir a cazar vizcachas, me sumé más que nada para disfrutar de un paseo por el campo en medio de la noche y porque, sin habernos puesto de acuerdo, mi papá y yo planeábamos alguna acción a favor de la pobre víctima.
Por ese entonces el campo era poco menos que un desierto en San Luis, con algunos arbustos espinosos aquí o allá –los llamábamos espinillos-, pastos duros y los “cardo-rusos” plantas, supongo que epífitas, de un verde seco que rodaban de un lado a otro en medio de la polvareda casi permanente.
Mi primo Roberto, armado con la enorme linterna de la abuela, se apresuró a ajustar su paso al del “picapollo” y encabezar así la marcha. Un poco más atrás íbamos papá y yo y, sin darnos vuelta, sabíamos que a nuestras espaldas avanzaban tía María y tío Héctor, por las exclamaciones de ella cada vez que el viento ondulaba los pastos ralos -¡Podemos pisar una víbora!- susurraba casi a gritos.
Oponiéndose a las previsiones del “picapollo”, la luna iluminó generosamente la escena, lo cual no la hacía más clara, como ya se sabe, sino que daba al paisaje un aspecto fantasmagórico e incierto; los espinillos parecían siluetas bordadas sobre el suelo blanqueado, lunar y desnudo. El ruido de nuestros pasos inseguros ahogaba cualquier otro sonido o quizá no lo había.
La tía Ada, que vivía con la abuela en el pueblo, se negó a bajar del auto.
-Me gusta el aire fresco de la noche pero por nada del mundo me meto en ese “tierral”- nos dijo a modo de despedida y allá quedó.
La marcha continuó por varios minutos; cada tanto se prendía la linterna pero la volvían a apagar rápidamente y sólo nos quedaba el ruido de los pasos de los cazadores para orientarnos. De repente, la linterna permaneció encendida en un punto fijo. Papá y yo nos miramos, había llegado el momento de actuar y cuando ya tenía la boca abierta para preguntarle al “pica”, a los gritos, claro, por qué se detenían, un alarido espeluznante nos dejó helados. Nos dimos vuelta y pudimos distinguir perfectamente el vestido claro de la tía Mary que había adoptado una forma extraña, como si un fuerte viento estuviera tratando de sacárselo, aunque no sentíamos ni la más leve brisa.
Nos volvimos, tropezando de preocupación porque la tía seguía gritando y el tío daba vueltas a su alrededor sin saber qué hacer.
- María, ¿qué pasó?
- Esta tonta no vio el espinillo hasta que estuvo arriba de él y ahora no puede salir sin lastimarse más con las espinas -explicó el tío Héctor.
Papá hizo valer su autoridad de hermano mayor y, suavemente pero con firmeza, tomándola de las manos, la fue sacando a pesar de sus gritos y de la sangre que teñía su bonito vestido.
Los pasos del “Picapollo” resonaron a mis espaldas, pasó a nuestro lado sin mirarnos y, con la escopeta al hombro, continuó andando. Parecía furioso. Roberto lo siguió al trote con la linterna apagada y no tardaron en perderse en la oscuridad.
La bocina del auto, que había empezado a sonar en cuanto comenzaron los gritos, nos demostró cuan asustada estaba la tía Ada; confiamos en que la llegada de Roberto al auto la tranquilizaría y, mientras María ponía un brazo en cada hombro de los varones y comenzaba a caminar con dificultad, la bocina dejó de sonar.
El camino parecía fácil pero no tardamos en darnos cuenta de que no sabíamos hacía donde íbamos. Sin el sonido de la bocina no teníamos nada que nos orientara. El paisaje aparecía uniforme a la luz de la luna: espinillos, pastos duros y tierra seca hacía donde miráramos. Por suerte la cosa no duró. La bocina empezó de nuevo, para nuestro alivio más cerca y, además, el inconfundible sonido de un motor que se detenía y otra vez el silencio. El auto se fue y el dedo de la tía volvió a darle al botón. Para cuando llegamos al camino los autos eran cuatro y, como si esto fuera poco, se oía a lo lejos la sirena de la policía.
Ocurrió que el primo Roberto, para demostrar su solidaridad de varón con el cazador frustrado por la estupidez de las mujeres, subió a la camioneta del “Pica” y con él se fue a la casa de la abuela sin decirle una palabra a la tía Ada, la cual, como los gritos seguían comenzó a parar a los automovilistas para transmitir la alarma. La policía llegó preguntando cual era el herido de bala.
En fin, las vizcachas no comieron en paz esa noche, pero por lo menos no tuvieron que lamentar ninguna baja.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

JUSTICIA

Justificó su acto en el consenso. Todos sabían que no había otra solución. Los niños en esa zona eran negros, sucios y más que feos, peligrosos.
El pequeño muerto yacía en la vereda, cara al piso, permitiendo ver la miseria de su vestimenta lamentable. Las zapatillas eran de una marca conocida pero estaban sucias y rotas. Carecía del abrigo adecuado para el invierno tan crudo que se nos vino encima y sus manitas estaban aún amoratadas por el frío.
El asesino tenía el arma en la mano y contaba, con aire triunfal, su hazaña a los vecinos.
-El mocoso se me vino encima, con un cuchillo en la mano. Entró y me pidió dos pesos ¡dos pesos¡ ¿qué le parece? Y me miraba como si yo tuviera la obligación de dárselos. Le dije que no, que se mandara a mudar y ahí nomás sacó el cuchillo. Yo siempre tengo el arma a mano, por las dudas ¿vio? Y disparé nomás, con estos no hay otra solución.
Los vecinos miraban con fascinación y horror el minúsculo atado de trapos que sangraba en la vereda y ni siquiera la sirena de la policía los apartó. Continuaron allí mucho después que la ambulancia se llevara el cadáver, escuchando con gravedad la historia contada una y otra vez por el verdulero que en ningún momento abandonó el arma. La pasaba de mano en mano mientras hablaba sin parar.
Nadie sabía el nombre del niño aunque muchos decían haberlo visto por el barrio, tampoco hubo el menor gesto de piedad. Cada uno de los oyentes del verdulero se preparó para una situación semejante y comenzaron a limpiar mentalmente sus armas.

27/8/07
Ana Neirotti

EL SUEGRO

No estuvo bien. El alivio que la desaparición del suegro le generó no alcanzaba para tranquilizarla. La nuera le daba vueltas al asunto con algo de remordimiento pero sabiendo que la presencia del viejo la exasperó más allá de lo razonable y el odio por el intruso no hizo más que crecer durante el tiempo que duró su permanencia en la casa. Vivió todo ese período con la sospecha de que jamás iba a marcharse y, para colmo, no hacía más que demandar con su presencia derechos que suponía le correspondían nada más que por estar ahí, como si alguien lo hubiera invitado alguna vez.
Nadie lo invitó, la mujer se acordaba bien de aquel primer día, de la mañana luminosa de invierno que lo trajo, depositándolo en el umbral como la resaca aguachenta que queda en la vereda cuando se derrite la helada.
-Soy el padre... –murmuró el húmedo parásito y la miró sin levantar la cabeza, alzando sólo los ojos para que parecieran piadosos. Ella vaciló cuando un relámpago premonitorio la cegó por un instante, y después no tuvo valor para cerrarle la puerta en la cara. Se apartó para dejarlo pasar y el viejo entró como si conociera la casa. Sin abandonar el bolso sucio que sostenía en su mano, se dirigió a la habitación donde agonizaba su marido.
Ella se rezagó a propósito porque la escena le resultaba bochornosa. Ningún consuelo podría brindar ese viejo andrajoso a su hijo, al cual abandonó cuando tenía diez años y, según se cansó de repetir el marido, no quería verlo nunca más.

Se entretuvo en la cocina tratando de serenarse. Sin embargo, guardaba silencio tratando de escuchar; no quería ver pero atisbaba los sonidos que provenían de la habitación. Murmullos apenas, donde su imaginación ponía las palabras que no escuchaba y, de pronto, nada. Los minutos pasaban. Comenzó a sentirse ridícula escondida en la cocina. Se quitó el delantal que se puso en cuanto entró, como si fuera un escudo y volvió a la habitación de su marido.
El viejo estaba sentado a los pies de la cama mirando absorto a su hijo muerto. La mujer se quedó largo rato en le umbral sin atreverse a entrar.
Luego, mientras lloraba con desesperación, lo increpó: -Usted lo mató. No ahora sino cuando tenía diez años y se mandó a mudar dejándolo en manos de su madre, tan loca que raramente lo reconocía. ¿Para que volvió? ¿Porque no podía perderse el final?
El viejo no contestó y las lágrimas corrieron por sus mejillas ásperas llevándose en parte la mugre acumulada en las arrugas.
La ambulancia se llevó al marido pero el viejo se quedó, atrincherado en su tardío dolor de padre y se instaló en la casa como si esa fuera la jubilación que merecía.
Ocupó un cuartito del fondo abrazando su bolso y sollozando en cuanto lo miraban, como para evitar cualquier pregunta.
Tratando de demostrar su deseo de pasar desapercibido nunca aparecía a la hora de las comidas pero se las arreglaba para asaltar la heladera en cuanto se apagaban la luces.
La situación se prolongó durante meses y la viuda no sabía qué hacer. A veces le daba pena pero, cuando veía las huellas de sus manos sucias en la heladera, tenía ganas de matarlo.
Era imposible hablar con él porque contestaba con murmullos incomprensibles y rara vez la miraba cuando lo hacía. Se limitó a darle órdenes simples como "báñese o cámbiese la camisa” y el viejo obedecía sin chistar.
Notó que comía de todo menos la carne de cerdo y, como el viejo no demostró pertenecer a ninguna religión, supuso que sería alérgico o algo parecido. Archivó el dato en algún lugar de su memoria y siguió pensando en cómo lograr que el viejo se fuera de su casa de una vez.
Para Navidad fue a cenar a la casa sus hijos. Pasó allí la noche y, por la mañana, trajo consigo restos de la abundante cena navideña; guardó en la heladera postres, empanadas y una buena porción del pastel hecho por su consuegra; todos consideraban que era delicioso: una mezcla levemente dulzona de carne de vaca y de cerdo, muy bien adobado y envuelto en una masa liviana y crocante.
El viejo esperó, como siempre, la llegada de la noche y, quizá porque era Navidad, abandonó su cautela habitual y se llevó todo el pastel y la mayor parte de los postres.
Por la mañana la mujer lamentó la desaparición del pastel pero como la cena en lo de sus hijos le resultó levemente indigesta no se enojó demasiado. El día pasó sin que el viejo asomara la nariz pero como eso ya había ocurrido otras veces, no se preocupó.
Al otro día notó que nadie había tocado la heladera y, parada ahí con la puerta abierta, recordó de golpe la sospecha de que su suegro no comía cerdo porque le hacía mal.
Corrió hacía el cuarto del fondo y abrió la puerta sin llamar.
Sobre la cama deshecha estaba el cuerpo del viejo, hinchado, quieto, y absolutamente muerto.

Fin
21/07/05